TOCANDO EL CIELO AZUL
Y pensar que, a pesar del maquillaje y de su atuendo tan
sobrio, se lo ve hasta diría sonriente y satisfecho.
El Padre Octavio era un nonagenario de buena salud salvo
por el alemán que lo acompañaba, hasta que lo sorprendió el infarto.
Aunque la comunidad eclesiástica y los fieles lo lloren
apenados yo sé que tuvo su momento de gloria antes de morir.
Ayer uno de mis monaguillos vino a buscarme porque una
mujer necesitaba verme con urgencia para confesarse. Intente explicarle que no
era horario de confesiones pero cuando la vi no pude negarme.
Era María, una
mujer del interior que hacía varias décadas que estaba a cargo del cuidado
personal del Padre Octavio.
A través de la celosía del confesionario solo veía su
silueta pero podía escuchar su respiración entrecortada, casi al borde del
llanto. Inequívocamente sentía culpa.
- - Padre quise hacer un bien pero las
consecuencias de mis acciones se me fueron de las manos.
- - Bueno María, trate de calmarse y
cuénteme que pasó.
El aroma a incienso la embriagaba, el silencio de la
iglesia en ese horario la asustaba y el frio de la estancia le recordaba la
piel terrosa y azulada del padre Octavio cuando lo encontró antes de ayer,
tumbado boca arriba y con los ojos desorbitados pero con una sonrisa placida
dibujada en el rostro.
No quería recordar ese momento, pero era necesario que se
confesara porque era parte de su religión. Necesitaba el perdón de su Dios,
para ella y también para el Padre Octavio porque era un buen servidor.
El había sido una guía espiritual muy importante. No solo
le dio trabajo y techo cuando vino del Chaco sino también, una buena educación
que le permitió dejar de ser una pueblerina para ser una mujer de ciudad.
El padre Octavio sufría de Alzheimer. Por momentos era el
cura bondadoso y caritativo pero cuando perdía su conexión con el mundo, era un
hombre taciturno y amargado que añoraba la vida terrenal. La familia que no
tuvo, las mujeres y los excesos, quizás todas cosas que habría vivido en su
juventud pero que no estaban presentes hacia muchísimos años en su vida de
clero. Ese era el mejor regalo de cumpleaños que podía darle a un hombre que
había sido tan generoso con ella.
- - Esa mañana me levante como de costumbre
y prepare su desayuno. Saque un comprimido del blíster y lo molí en el
morterito de madera. Mezclé el polvito con la mermelada de arándanos que a él
le gustaba y le unté las tostadas. Cuando llegue a su habitación y golpee la
puerta reconocí la voz del hombre, no la del cura por eso pensé que ese era un
buen momento.
El
padre seguía acostado cuando le acerque la bandeja con su desayuno, su gesto
adusto me indico que no iba a tomarlo así que le hable pausadamente para que me
entendiera.
Encerrada en el confesionario recordó ese momento y no
pudo evitar sonrojarse. Por una fracción de segundo, hasta la asaltaron las
ganas de reírse.
- - Siga María, ¿Qué es lo que tanto la
atormenta?
- - Le dije al Padre que tomara su desayuno
y pensara algo bonito, algo que siempre haya anhelado, algo que le gustaría
hacer… el me miró extrañado y comió sus tostadas. Espere unos minutos y como no
veía cambios lo deje en su habitación.
Estaba
en la cocina cuando escuche la campanita con la que solía llamarme. Tanta
insistencia me sobresalto así que cuando entre a su cuarto lo encontré con sus
mejillas enrojecidas y sus ojos vidriosos que me miraban suplicantes.
Las
sabanas se erguían a nivel de su pelvis mientras sonreía como un niño. En ese
momento pensé que era el milagro de la ciencia que necesitaba el hombre pero
sus movimientos espasmódicos me asustaron y corrí hacia el teléfono para llamar
al médico.
No
me atreví a decirle lo que le había dado con el desayuno, solo atine a
balbucear que el Padre estaba algo excitado.
El
médico me indico que le diera la pastilla de la noche y lo dejara descansar. Y
así lo hice.
Unas
horas más tarde cuando volví a verlo estaba mirando el techo, sus ojos estaban
abiertos, su piel estaba fría y pastosa y no respiraba. Sus manos estaban rígidas
sobre su pelvis y el rostro mostraba esa mueca extraña, mezcla de sonrisa y
lamento.
Después de semejante confesión le indique su penitencia y
deje que María se fuera de la iglesia en paz. Podía estar tranquila que su
secreto quedaría eternamente guardado.
Nuevamente vuelvo mi mirada al cajón donde yace el cuerpo
del Padre Octavio. Es verdad, su rostro es extraño, como dijo María, una mezcla
entre sonrisa y lamento se dibuja en su cara añosa. Por un minuto se me vino a
la mente lo que dice el común de la gente”
por lo menos no sufrió… y me conformo pensando en lo afortunado que fue al
recibir ese regalo de cumpleaños.
LG

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