viernes, 30 de octubre de 2015




TOCANDO EL CIELO AZUL




Y pensar que, a pesar del maquillaje y de su atuendo tan sobrio, se lo ve hasta diría sonriente y satisfecho.
El Padre Octavio era un nonagenario de buena salud salvo por el alemán que lo acompañaba, hasta que lo sorprendió el infarto.
Aunque la comunidad eclesiástica y los fieles lo lloren apenados yo sé que tuvo su momento de gloria antes de morir.
Ayer uno de mis monaguillos vino a buscarme porque una mujer necesitaba verme con urgencia para confesarse. Intente explicarle que no era horario de confesiones pero cuando la vi no pude negarme.
 Era María, una mujer del interior que hacía varias décadas que estaba a cargo del cuidado personal del Padre Octavio.
A través de la celosía del confesionario solo veía su silueta pero podía escuchar su respiración entrecortada, casi al borde del llanto. Inequívocamente sentía culpa.

-                - Padre quise hacer un bien pero las consecuencias de mis acciones se me fueron de las manos.
-                -  Bueno María, trate de calmarse y cuénteme que pasó.

El aroma a incienso la embriagaba, el silencio de la iglesia en ese horario la asustaba y el frio de la estancia le recordaba la piel terrosa y azulada del padre Octavio cuando lo encontró antes de ayer, tumbado boca arriba y con los ojos desorbitados pero con una sonrisa placida dibujada en el rostro.
No quería recordar ese momento, pero era necesario que se confesara porque era parte de su religión. Necesitaba el perdón de su Dios, para ella y también para el Padre Octavio porque era un buen servidor.
El había sido una guía espiritual muy importante. No solo le dio trabajo y techo cuando vino del Chaco sino también, una buena educación que le permitió dejar de ser una pueblerina para ser una mujer de ciudad.
El padre Octavio sufría de Alzheimer. Por momentos era el cura bondadoso y caritativo pero cuando perdía su conexión con el mundo, era un hombre taciturno y amargado que añoraba la vida terrenal. La familia que no tuvo, las mujeres y los excesos, quizás todas cosas que habría vivido en su juventud pero que no estaban presentes hacia muchísimos años en su vida de clero. Ese era el mejor regalo de cumpleaños que podía darle a un hombre que había sido tan generoso con ella.

-                  -   Esa mañana me levante como de costumbre y prepare su desayuno. Saque un comprimido del blíster y lo         molí en el morterito de madera. Mezclé el polvito con la mermelada de arándanos que a él le gustaba y le          unté las tostadas. Cuando llegue a su habitación y golpee la puerta reconocí la voz del hombre, no la del            cura por eso pensé que ese era un buen momento.
     El padre seguía acostado cuando le acerque la bandeja con su desayuno, su gesto adusto me indico que no      iba a tomarlo así que le hable pausadamente para que me entendiera.

Encerrada en el confesionario recordó ese momento y no pudo evitar sonrojarse. Por una fracción de segundo, hasta la asaltaron las ganas de reírse.

-               -  Siga María, ¿Qué es lo que tanto la atormenta?

-               -    Le dije al Padre que tomara su desayuno y pensara algo bonito, algo que siempre haya anhelado, algo que le      gustaría hacer… el me miró extrañado y comió sus tostadas. Espere unos minutos y como no veía cambios      lo deje en su habitación.
     Estaba en la cocina cuando escuche la campanita con la que solía llamarme. Tanta insistencia me                    sobresalto así que cuando entre a su cuarto lo encontré con sus mejillas enrojecidas y sus ojos vidriosos          que me miraban suplicantes.
     Las sabanas se erguían a nivel de su pelvis mientras sonreía como un niño. En ese momento pensé que era      el milagro de la ciencia que necesitaba el hombre pero sus movimientos espasmódicos me asustaron y corrí      hacia el teléfono para llamar al médico.
    No me atreví a decirle lo que le había dado con el desayuno, solo atine a balbucear que el Padre estaba algo     excitado.
    El médico me indico que le diera la pastilla de la noche y lo dejara descansar. Y así lo hice.
   Unas horas más tarde cuando volví a verlo estaba mirando el techo, sus ojos estaban abiertos, su piel estaba    fría y pastosa y no respiraba. Sus manos estaban rígidas sobre su pelvis y el rostro mostraba esa mueca          extraña, mezcla de sonrisa y lamento.

Después de semejante confesión le indique su penitencia y deje que María se fuera de la iglesia en paz. Podía estar tranquila que su secreto quedaría eternamente guardado.
Nuevamente vuelvo mi mirada al cajón donde yace el cuerpo del Padre Octavio. Es verdad, su rostro es extraño, como dijo María, una mezcla entre sonrisa y lamento se dibuja en su cara añosa. Por un minuto se me vino a la mente  lo que dice el común de la gente” por lo menos no sufrió… y me conformo pensando en lo afortunado que fue al recibir ese regalo de cumpleaños.


LG

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