martes, 21 de julio de 2015

LA LEYENDA DE HATUTUNPUG Y LOS GIRASOLES





Hace muchos años, tantos que no me alcanzan los dedos  de las manos para contarlos, la provincia de Buenos Aires estaba habitada por una tribu de indios llamados pampas, que en la lengua quechua quiere decir llanura.
Se dedicaron a la caza y a la agricultura pero fueron perseguidos por las expediciones de Rosas como si fueran intrusos en la tierra que los vio nacer. Pero, en fin, esa es la historia que conocemos todos. Sangre, barbarie y muerte impune.
Cuenta la leyenda que uno de los hijos del cacique llamado Hatutunpug, un joven muy valiente, se preparaba para asumir el mando de su tribu. Pero como todo guerrero recién iniciado carecía de la serenidad que los años aportan a la experiencia del hombre pampeano y desobedeciendo las ordenes de su padre se acerco a las tierras que lindaban con el Fortín de San José de Lujan. Ese lugar era fascinante, no solo por lo prohibido sino porque veía una vida completamente diferente a la de la toldería.
Los soldados de San José lo avistaron y creyendo que era un indio centinela le dispararon a mansalva.
Quedo el indio muy malherido pero logro arrastrarse hasta la primera arboleda que divisó para quedar fuera de la vista de los guardias.
Pasaron varios días de sufrimiento hasta que, al borde de la muerte, una de las chinas que llegaban hasta el fortín para trabajar en la cocina, lo encontró y decidió ocultarlo hasta que sus heridas sanaran.
Hatutunpug no sabía si estaba vivo o si ya había muerto pero miró a la mujer y el alma se le estremeció. Nunca había visto algo tan hermoso. Su cara redonda y blanca, su cabello dorado como el trigo y la calidez con que lo cuidaba le recordaban al mismísimo sol.
Así pasaron las semanas y lentamente sus heridas mejoraron y sus corazones comenzaron a fusionarse. El hacia planes para llevarla a la toldería. Ella no comprendía su lengua pero asentía gustosa porque nada quería más en el mundo que estar al lado de su indio.
Meses pasaron sin que el cacique supiera del paradero de su hijo pero estaba seguro que su desaparición tenía que ver con el hombre blanco. Tal era su sed de sangre que declaro la guerra al fortín con un ataque silencioso al llegar la noche.
El malón arraso la fortaleza incendiando sus murallas de troncos. Muchos murieron de ambos bandos y los sobrevivientes fueron rescatados por el ejército y llevados a la ciudad más cercana. Entre ellos estaba la china.
Hatutunpug escucho los gritos desgarradores de la muerte y al salir de su escondite vio la desolación del campamento incendiado. Busco a su china con desesperación al saberla perdida comprendió que su vida ya no tenía sentido.
Arrodillado y llorando, ante el amanecer, sintió que su cara se iluminaba con un candor de ensueño. Pensó que era ella, que volvía para cuidarlo, como el día en que lo rescato de la muerte.
Pronto se dio cuenta que en realidad era el sol naciente en la pampa que lo envolvía con sus rayos y así quedo inmóvil añorando.
Dice la leyenda que sus lagrimas mojaron la tierra e hicieron que le brotasen raíces y su cara siempre mirando al sol se mimetizara con el mismo, convirtiéndose en una planta esbelta y elegante que orienta sus facciones hacia la calidez  que le recordaría por siempre a su mujer amada.

Así la pampa cubrió sus llanuras con esas plantas doradas que la civilización llamaría girasoles en memoria del indio Hatutunpug que espero eternamente el regreso de su china.
                                                                    LG

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