Hace muchos
años, tantos que no me alcanzan los dedos
de las manos para contarlos, la provincia de Buenos Aires estaba
habitada por una tribu de indios llamados pampas, que en la lengua quechua
quiere decir llanura.
Se dedicaron
a la caza y a la agricultura pero fueron perseguidos por las expediciones de
Rosas como si fueran intrusos en la tierra que los vio nacer. Pero, en fin, esa
es la historia que conocemos todos. Sangre, barbarie y muerte impune.
Cuenta la
leyenda que uno de los hijos del cacique llamado Hatutunpug, un joven muy valiente, se preparaba para asumir el
mando de su tribu. Pero como todo guerrero recién iniciado carecía de la serenidad
que los años aportan a la experiencia del hombre pampeano y desobedeciendo las
ordenes de su padre se acerco a las tierras que lindaban con el Fortín de San
José de Lujan. Ese lugar era fascinante, no solo por lo prohibido sino porque
veía una vida completamente diferente a la de la toldería.
Los soldados
de San José lo avistaron y creyendo que era un indio centinela le dispararon a
mansalva.
Quedo el
indio muy malherido pero logro arrastrarse hasta la primera arboleda que divisó
para quedar fuera de la vista de los guardias.
Pasaron
varios días de sufrimiento hasta que, al borde de la muerte, una de las chinas
que llegaban hasta el fortín para trabajar en la cocina, lo encontró y decidió
ocultarlo hasta que sus heridas sanaran.
Hatutunpug no sabía si estaba vivo o si ya había
muerto pero miró a la mujer y el alma se le estremeció. Nunca había visto algo
tan hermoso. Su cara redonda y blanca, su cabello dorado como el trigo y la
calidez con que lo cuidaba le recordaban al mismísimo sol.
Así pasaron
las semanas y lentamente sus heridas mejoraron y sus corazones comenzaron a
fusionarse. El hacia planes para llevarla a la toldería. Ella no comprendía su
lengua pero asentía gustosa porque nada quería más en el mundo que estar al
lado de su indio.
Meses
pasaron sin que el cacique supiera del paradero de su hijo pero estaba seguro
que su desaparición tenía que ver con el hombre blanco. Tal era su sed de
sangre que declaro la guerra al fortín con un ataque silencioso al llegar la
noche.
El malón
arraso la fortaleza incendiando sus murallas de troncos. Muchos murieron de
ambos bandos y los sobrevivientes fueron rescatados por el ejército y llevados
a la ciudad más cercana. Entre ellos estaba la china.
Hatutunpug escucho los gritos desgarradores de
la muerte y al salir de su escondite vio la desolación del campamento
incendiado. Busco a su china con desesperación al saberla perdida comprendió
que su vida ya no tenía sentido.
Arrodillado
y llorando, ante el amanecer, sintió que su cara se iluminaba con un candor de
ensueño. Pensó que era ella, que volvía para cuidarlo, como el día en que lo
rescato de la muerte.
Pronto se
dio cuenta que en realidad era el sol naciente en la pampa que lo envolvía con
sus rayos y así quedo inmóvil añorando.
Dice la
leyenda que sus lagrimas mojaron la tierra e hicieron que le brotasen raíces y
su cara siempre mirando al sol se mimetizara con el mismo, convirtiéndose en
una planta esbelta y elegante que orienta sus facciones hacia la calidez que le recordaría por siempre a su mujer
amada.
Así la pampa
cubrió sus llanuras con esas plantas doradas que la civilización llamaría
girasoles en memoria del indio Hatutunpug
que espero eternamente el regreso de su china.
LG
LG

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